Por: Abelardo De La Espriella
Twitter: @DELAESPRIELLAE
Como decían los antiguos griegos, conocerse a sí mismo es el principio de la sabiduría, y, para aproximarnos a entender lo que somos, es menester saber algo de biología, filosofía, psicología, sociología y hasta de genética, porque los vericuetos del cuerpo y de la mente son tan profundos y complejos que hay que buscar decantarlos a través de la ciencia. Si uno se conoce bien, sabrá entonces lo que quiere y hacia dónde va. Desarrollar las pulsiones de las cuales nos ha dotado la naturaleza es fundamental para alcanzar la felicidad, que, dicho sea de paso, es la primera obligación de todo ser humano. Cuando no se siguen los instintos, entonces el puerto de llegada es la mediocridad y la tristeza: en la decepción, jamás habrá piedad.
Una persona que, por ejemplo, tiene talento para la cocina o el deporte, pero que, por cosas del destino, termina estudiando o dedicándose a otra cosa muy diferente, al final de cuentas traiciona la condición de su espíritu, porque le da la espalda a la esencia de su naturaleza misma, y es así como siempre albergará un vacío en su alma. Por eso hay tanta mediocridad en el mundo; porque hay gente haciendo cosas por obligación o necesidad y no por vocación como debería ser. Ahora bien, distintas vocaciones puede guardar el corazón de una persona, pero siempre prevalecerá una de ellas sobre las demás.
En mi caso particular, he tenido una existencia plena que he vivido como la canción: a mi manera, haciendo lo que he querido y lo que me gustaba, siempre a mi ritmo. Pero actualmente vivo un trascender que se aceleró con la pandemia y el “renacimiento” de mi padre que ha sido como un haz de luz que ha venido a iluminarlo todo con más claridad. Soy un hombre creativo, un esteta por naturaleza, que percibo con los sentidos y por ello aprecio tanto el arte, la música, el buen vivir, la literatura, la naturaleza, la familia, los amigos, Italia, Colombia; en suma, la belleza. Como lo explicó Kant: la estética es la percepción de los sentidos. Hemos perdido sensibilidad, en aras de presumir tanta racionalidad, y la conciencia absoluta de ello ha sido mi despertar. Hay que romper con el autoengaño de creer que somos el ombligo del mundo o los redentores de todo. Hay que aplicar el hedonismo ético: gozar, dejar gozar, hacer gozar.
Sigo siendo un guerrero (es parte de mi esencia) pero me apetecen más la bacanería y la dolce vita. Lucharé cada día, sin descanso, para ser más feliz y hacer más felices a todos los que me rodean. Sé que eso se puede, pues la dicha es susceptible de crecer hasta el infinito y más allá, como dijo el gran Buzz Lightyear. El día menos pensado nos llama Saint-Exupéry y aterriza El Principito, y entonces no habrá nada que hacer. Por eso hay que vivir la vida como debe ser: más atardeceres con la mujer amada, teniendo la risa de los hijos como telón de fondo y un buen vino secundando el encuentro, más tertulias interminables con los amigos del alma, más abrazos con los padres y más preocupación y ayuda para los menos favorecidos. Carpe diem.
Estoy harto de combatir la estupidez, esa misma que ha alterado el orden de los valores y las cosas, y que está llevando a la humanidad a un foso profundo sin salida. Ya que no puedo salvar al mundo, procuraré hacer cada día mejor a mi propio “país personal”. Descubrí, después de mucho tiempo, que, como Don Quijote, estaba peleando contra molinos de viento (a lo mejor el loco soy yo por atreverme a pensar que podía contener tanto desmadre).
Si logramos perfeccionar nuestro mundo interno y familiar, a lo mejor encontremos el camino para cambiarlo todo, incluyendo a la sociedad y al país. Si tenemos en orden lo fundamental, todo lo demás será accesorio.
Nadie puede dar de lo que no tiene. En ello radica la importancia de ser felices.